viernes, 20 de septiembre de 2013

ESCRIBIR...

por Pedro Luna Monroy


Siempre es bueno escribir algo; puede ser en nuestra mesa de estudio o después de comer; escribir a solas o en compañía. Cualquier momento es idóneo para la escritura. Cualquier instante, en cualquier tiempo, la escritura eleva el alma.

Ya sea con el lucero del amanecer o acompañado de la luna llena, la escritura es un manjar que se puede degustar a cualquier hora del día. Puede acompañarse con mil y un cosas; con café, té, vino, con un pastel, con un beso, con el tenue canto de los grillos; con el susurrar del viento helado que se impacta con su tersura invisible sobre nuestros rostros; también con el crujir de las hojas de otoño que yacen inertes tapizando el suelo firme, coloreando el paisaje de una multitud inefable de matices.

Todas las tardes pueden ser motivo de inspiración para tomar una pluma y dejarse llevar por el placer de deslizar la tintura en el papel. No se necesitan fulgurantes atmósferas doradas, empapadas de un rojo numénico, con nubes aterciopeladas que parecieran de azúcar; también las tardes grises, que más bien son plateadas, son formidables para solazarse escribiendo. Cualquier lugar, es motivo para escribir.
Antes o después de hacer el amor es recomendable practicar la escritura. Si no se tiene al ser amado con mayor razón, ya que la soledad se nos presenta siempre como un arma de doble filo, puede impulsarnos al reencuentro con nosotros mismos o nos puede perder en un hondísimo abismo, donde imperan las reinas más horríficas y espantosas: Tristeza y Nostalgia. La escritura tiene el poder de mitigar la existencia de este par de viejas feas, pero también puede otorgarles gran poder y dominio sobre nosotros.

Cuando el fin es clarificar alguna idea nebulosa, escribir es gran paliativo. Escribiendo, el hombre entra en diálogo consigo mismo y se refleja en el espejo de su pensamiento, en ese vaivén, el ser del hombre se muestra y su propio reflejo se manifiesta, dejándose ver entre las líneas que se deslizan en el papel.
Cuando el hombre escribe, es inevitable la querella que lleva a cabo consigo mismo. Se desencadena una batalla en la que el único testigo, es a la vez el contendiente que se bate furioso en el campo de batalla. Existen ocasiones en las cuales la afrenta es dolorosa y lacerante, pero existen otras más, sumamente deleitosas y plácidas, en las que la escritura se convierte en un acto sublime, que se asemeja al punto que separa y une al mismo tiempo el cielo del mar. La escritura es el punto de encuentro del hombre con sus demonios.


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